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  • Foto del escritorLucía Chiola Iannone

Charla con un extraño

Si tenemos en cuenta que por día vemos cientos de personas que no conocemos y con quienes no mantenemos más contacto que el visual, charlar en profundidad con un desconocido resulta un milagro.

Con la mayoría de los desconocidos tenemos charlas triviales: alguna pregunta acerca de la ubicación de la parada de un transporte público; alguna queja por el mal funcionamiento del mismo; una disculpa por un codazo; un “no pasa nada, tranqui” como respuesta, o un insulto, en caso de mal humor.

Sin embargo, alguna vez hubo una charla con un desconocido que valió mucho más la pena que todas las que tuviste con alguien que conocés. Es así. Hay charlas con extraños que nos cambian la manera de pensar, de sentir, de vivir, o que reafirman las formas que ya adoptamos para hacerlo.

La charla con un desconocido tiene una carga emocional que no tiene ninguna otra. Primero, porque se produce esporádicamente y cuando se es mortal, todo lo que no se repite seguido es sumamente especial. Segundo, porque lleva la sensación de que nunca más nos volveremos a cruzar, por lo que hay que decir todo en el escaso tiempo que nos toque coincidir.

A un extraño podemos contarle todas las intimidades que queramos, porque ni sabe nuestro nombre, ni conoce a los personajes de nuestras historias, ni puede intervenir en ellas. Un extraño puede convertirse en minutos en un ser de suma confianza.

Las charlas con un desconocido son lindas y raras al mismo tiempo, sobre todo hacia el final. Nos despedimos como lo hacemos con cualquier persona que volveremos a ver, pero sabemos que con esta no será así, y eso deja una sensación de vacío. En escasas oportunidades compartimos un contacto con nuestro desconocido, un número de teléfono, una cuenta en una red social. Y si lo hacemos, no siempre está el coraje para hablarle, para decirle lo mucho que nos gustó encontrarnos con él en esta vida.

Yo recuerdo perfectamente a mi desconocido, aunque nuestra conversación se desvanezca en mi memoria por momentos. Lo conocí en Bariloche. Tenía el arte tatuado en el alma. Era feliz detrás de su mesita plegable vendiendo piedras y cuadritos hechos a mano, con el Nahuel Huapi y las montañas a una distancia de tres cuadras. Tenía muchas cosas claras, con el marcador en mano dibujando piedras en el centro de uno de los lugares más lindos del mundo. Nos dijo, a mis amigos y a mi, entre muchas otras cosas, que lo más lindo del arte era que perdure en el tiempo. Él deseaba que su obra trascienda, como todos los que somos artistas.

Walter se habrá cruzado con muchos desconocidos con quienes no habrá mantenido más que el contacto visual o alguna charla trivial, en quienes no habrá logrado trascender, pero se veía más que satisfecho con su manera de vivir, y no necesité más de media hora para darme cuenta. Walter habrá pintado miles de figuras que se quedaron estancadas en su puestito porque nadie supo valorarlas, como a menudo les sucede a los artistas, pero nunca dejó de usar el pincel. Walter es uno de los tipos más felices que vi en mi vida, y su sonrisa y su energía me enseñaron todo lo que no se puede escribir. Walter se habrá cruzado con muchos desconocidos en quienes no logró trascender, pero a esta desconocida, en menos de media hora, le dio la charla con un extraño más linda que tuvo en su vida.

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Lucía Chiola Iannone

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