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  • Foto del escritorLucía Chiola Iannone

Desorden

A los obsesivos por la prolijidad el desorden nos molesta. No lo soportamos. Así de simple. Nos sentimos impotentes cuando existe y no podemos hacer nada al respecto, y culpables si no lo resolvemos cuando podemos hacerlo.

Yo, por ejemplo, tenía muchos papeles dando vueltas por mi cuarto y fui corriendo a la librería a conseguir la carpeta más grande para acomodarlos. Hice agujeros a cada hoja, las clasifiqué y ahora me quedo tranquila sabiendo que en mi biblioteca todo está ordenado.

Algo similar me pasó con el cajón de las remeras. No lograba que cierre, y cuando lo hacía se me caían remeras hacia los cajones siguientes, cosa que me ponía histérica. Soporté así un par de semanas, un verdadero récord para mí, y llegó un punto en el que no aguante más y tiré todas las remeras sobre la cama, puse en una bolsa las que ya no uso para donarlas e hice rollitos con las que me iba a quedar porque escuché que así se acomodan mejor y no se arrugan. Ahora me da placer abrir mi cajón, todo está ordenado y yo me siento bien con eso.

Pero hoy no vengo a hablarles de cómo organizo mi cuarto, como si fuera una revista de decoración, de esas que hacen estúpidas recomendaciones acerca de cómo acomodar tu casa de una manera completamente inconveniente. Vengo a reflexionar acerca del desorden mental. Ese que no se soluciona comprando una carpeta, haciendo rollitos o leyendo una revista. Porque lo otro es simple: tirás lo que no sirve, donás lo que está en buen estado y no utilizás y buscás la mejor manera de disponer lo que te queda. Pero en la mente humana las cosas no se solucionan así. Sin embargo, a veces no nos gusta entender eso, e intentamos usar las mismas técnicas que usamos para ordenar nuestra habitación para ordenar nuestros pensamientos. Yo hago listas. Así como la lista del supermercado, la lista de invitados a una fiesta, la lista de tareas que debo entregar, hago listas sobre mis problemas. No las escribo, pero las tengo en mi cabeza. Enumero mis preocupaciones, pienso maneras de resolverlas, las uno con flechas invisibles porque al final todo tiene que ver con todo, y momentáneamente me siento mejor habiendo desenredado esa maraña que me quita el sueño por las noches. Pero casi instantáneamente vuelve a inquietarme. Porque, como dije antes, en la mente las cosas no se solucionan así. El desorden mental no desaparece con listas, aunque yo ilusamente crea que enumerarlo es la solución. El desorden mental cesa cuando logramos resolverlo. Y resolverlo es muy diferente a acomodarlo. Porque cuando lo acomodamos sigue existiendo, sigue doliendo, sigue desvelándonos por la noche. En cambio, cuando lo resolvemos, desaparece y no lo sentimos más, deja de molestarnos.

El problema es que muchas veces no sabemos resolverlo. O sabemos pero tenemos miedo de hacerlo. A veces, la solución es hablarlo, pero la cobardía no nos lo permite. Preferimos tener ese desorden ahí, aunque parezca insoportable, antes de sincerarnos frente a alguien, hablar de nuestros sentimientos, confesar algo que nos dolió o aceptar que necesitamos ayuda. En otras ocasiones, se trata de pedir perdón y si hay algo que nos cuesta a las personas orgullosas, es aceptar culpas. Entonces, aunque nuestra obsesión por el orden sea enorme, la soberbia termina ganando la batalla, y sufrimos el caos mental en silencio. Existen oportunidades en las que tememos que el resultado de resolver el desorden sea peor que el desorden mismo. Entonces, nuevamente el temor nos paraliza y no nos permite actuar. Y así suele suceder que ninguna solución funciona, que el miedo y el orgullo juegan a favor del desorden evitando que este desaparezca.

En esos momentos me recuesto en mi cama, pongo cualquier tipo de música e insisto en hacer listas, porque un error sumamente común en los seres humanos es ignorar lo que ya sabemos, fingiendo que no lo sabemos. Y yo sé que la maraña de problemas así no se soluciona, pero intento aparentar que no lo sé, me aferro a la mínima esperanza de que tal vez así duela menos, se sienta menos, hasta finalmente desaparecer.

Entonces, cuando logro aceptar que no va a funcionar, me aferro a una frase que detesto y no creo cierta, pero que en esta ocasión cobra sentido: “Todo tiempo pasado fue mejor”. Y definitivamente es así: todo era más simple cuando cruzaba la calle de la mano de mis papás, cuando iba con mis abuelos a la plaza a alimentar a las palomas, cuando necesitaba que me alcen para subir al colectivo. Era más fácil cuando, sentada en el banco de la plaza con el maíz entre las manos, veía a la gente correr, desesperada, malhumorada, cuando me enojaba porque ellos pasaban caminando rápido y me espantaban a las palomas que tanto nos había costado a mis abuelos y a mi conseguir que bajaran de las ramas para venir a comer. Y yo no entendía porqué corrían, entonces refunfuñando me iba a otro sector de la plaza para buscar nuevas aves.

Hoy comprendo que esas personas corrían porque tenían desórdenes que resolver, de los que se ven, pero sobretodo de los que no, y que mis abuelos también los tenían, simplemente los olvidaban momentáneamente mientras en medio de la plaza su nieta tiraba maíz para todos lados.

Me pregunto si alguna de todas las personas que corrían lograron resolver su desorden de esa manera, porque solemos correr hacia todos lados sin saber bien porqué, creyendo que de esa manera todo se acomoda mejor. Pero lo único que logramos es anestesiar el caos, dejar de sentirlo durante algunas horas, hasta que en un momento tranquilo vuelve a atacarnos, pidiendo a gritos ser resuelto. Y ya no hay excusas para correr, ni maíz para alimentar a las palomas, ni forma de volver a la infancia en la cual todo parecía más sencillo.

Entonces nos hartamos, no lo soportamos más, vencemos los miedos, nos tragamos el orgullo y lo enfrentamos, como debimos hacer desde un principio. Lo que cambió desde ese momento es que cada día que pasó lo hizo más doloroso, más insostenible, hasta que sentimos que en nuestro cerebro no cabe un problema más. Aunque hagamos listas. Aunque ignoremos la realidad. Aunque el cajón de las remeras y la biblioteca estén perfectamente ordenados. El desorden mental allí está y ahora estamos convencidos de que debemos hacerlo desaparecer. Y no se hace en un día solo. Es un proceso. A veces tarda más y otras menos. Pero finalmente deja de existir, se reemplaza por una lección que se almacena en nuestra mente y nos obliga a evitar cometer los mismos errores que lo generaron, una lección que nos recuerda que allí alguna vez hubo una maraña que parecía imposible de desenredar, pero que nos atrevimos a hacerlo y podemos sentir orgullo por eso.

Así, existe un breve lapso de tiempo en nuestra mente de tranquilidad total, una época en la que vivimos en un mundo paralelo al real lleno de complicaciones y gente corriendo espantando aves, y, al cerrar los ojos en este planeta ideal, podemos sentir una voz que nos dice: “¿Vamos a comprar maíz? Es una linda tarde para alimentar a las palomas”.

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Lucía Chiola Iannone

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