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  • Foto del escritorLucía Chiola Iannone

La agujereadora de papá

Desde que soy chica le temo a las agujereadoras, esas herramientas horribles que hacen huecos en las paredes generando un estrépito similar al del torno, otro instrumento detestable. Lo que me asusta actualmente no es su ruido, sino la destrucción que genera, aunque lo que elimine sean pequeños trozos de pared. Genera daños irreversibles, porque una vez que el orificio está hecho, la superficie jamás volverá a ser la misma, así intente arreglarse o cubrirse.

La destrucción no me gusta en ningún ámbito. Recuerdo que una vez en un programa de televisión vi que en alguna parte del mundo existían lugares donde la gente iba a romper cosas. Se desquitaban revoleando jarrones contra las paredes o golpeando televisores con martillos. Mis amigos me decían que les encantaría ir a un lugar así. Yo saldría llorando. No puedo soportar que las cosas que existieron ya no lo hagan más. No puedo ver los escombros. No me gusta tomar la decisión de generarlos ni me agrada ser culpable de ellos. Estoy convencida de que lo roto nunca vuelve a ser lo mismo. De hecho, a veces ni siquiera se puede intentar que vuelva a serlo.

El olvido es como una agujereadora. Ataca nuestra memoria quitándole pedacitos progresivamente. Es el culpable de que existan historias que con el tiempo se desvanecen. Esas que, a medida que pasa el tiempo, obviamos más detalles al contarlas, hasta que un día no las relatamos más, como si jamás hubiesen sucedido. Tal vez, un encuentro casual con un personaje de nuestro pasado o una charla con algún amigo de la infancia devuelven a nuestra memoria pequeños retazos de aquellas anécdotas, llenando algunas zonas del hueco. Sin embargo, como dije antes, lo roto nunca vuelve a ser lo mismo, y el recuerdo ya fue dañado.

Yo le temo al olvido al igual que a la herramienta que usa mi papá, en realidad, me asusta mucho más y me duele que exista en igual medida. A los seres humanos en general nos duele no recordar. Nos duele porque es consecuencia de crecer, envejecer, cambiar de círculo social, despedir gente, desprendernos de ciertos lugares u objetos, entre otros acontecimientos que a ninguna persona le son fáciles de transitar. Nos duele y nos genera impotencia. Forzamos al cerebro a traernos voces, sabores, momentos, olores y personas que solíamos recodar perfectamente, pero es inútil, pues el hueco ya está hecho. Para evitar el olvido intentamos dejar huellas por doquier. Yo escribo, tomo fotos, guardo cartas, grabo voces, comparto historias. A veces funciona, pero en alguna zona de la memoria él siempre acaba ganando. Asumo, entonces, que es inevitable.

Mi papá enchufa la agujereadora, dice que va a poner una repisa. Apenas veo que toma la caja de esa herramienta tan espantosa, decido recluirme en mi cuarto y taparme los oídos. Me niego a escuchar ese sonido que me recuerda que hay una batalla en la que la mayoría de las veces salgo perdiendo y que poco puedo hacer frente a la fragilidad de mi memoria. Imagino cuán torturante sería para mí observar cómo el olvido se roba todos mis momentos felices sin permitirme hacer nada al respecto y agradezco no tener que verlo. Me pregunto, entonces, si algún día dejaré de temerle. Automáticamente me respondo que no. Ni siquiera mi papá, que se atreve a manipular esa herramienta que a mi me genera escalofríos, debe haberle perdido el miedo al olvido.

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Lucía Chiola Iannone

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